Memorias 4


Capítulo 4


Maestro Normal Nacional



Continuando con el relato de mi vida dejo constancia que se cumple, este año, el cincuentenario de la obtención de mi título de Maestro Normal Nacional, que me abrió las puertas al mundo de la educación sistemática, donde quien tiene vocación da generosamente y recibe en abundancia, como nos enseñó Jesús, verdadero Dios y verdadero Maestro de la humanidad, a quien rescató con su sacrificio.

Con dieciocho años y la posibilidad de un trabajo estable a la vista me sentía en el paraíso. De pronto, todo lo que soñaba lo tenía al alcance de la mano. Las expectativas se profundizaban y las inquietudes también. De inmediato me puse en contacto con un director de escuela que me orientó y me derivó a la Inspección de Escuelas Nacionales, en la ciudad de Mendoza. Así aconteció mi primer viaje a la capital de la provincia. Preguntando llegué a la repartición educativa. Con cierto temor y el corazón acelerado ingresé y le manifesté a quien me atendió la razón de mi visita.

De inmediato me atendió el Inspector Seccional, quien tras consultar la nómina de vacantes, me dio el nombramiento para una escuela de personal único, en pleno desierto, a más de 150 kms de mi hogar. De vuelta en San Rafael, visité nuevamente al director mencionado y se produjo mi primer frustración como docente. Cuando le informé que me habían designado en la escuela de Coihueco (Voz indígena que significa agua y jarilla) a fin de que me informase cómo llegar me respondió: “Ahí trabajé yo, pero la escuela ya no existe pues se derrumbó por su mal estado”.

Demás está decir cómo me sentí, las ilusiones que tenía se derrumbaron como la escuela en que me habían designado.

Segundo viaje a la capital provincial y un nuevo nombramiento, esta vez más lejos aún de mi casa, casi 300 kms., en un paraje llamado Agua Escondida, al sur provincial donde, al pie de un cerro había un pequeño surgente de agua que generaba un arroyito. Dado que en mi barrio había un enfermero que prestaba servicios en aquel lugar me puse en contacto con él y me condujo a la familia residente en San Rafael y que tenía un almacén de ramos generales en aquel paraje y que viajaban con un camión para trasladar las mercaderías. Con ellos trasladé mis cosas y llegué al sitio, donde además de la casa para el enfermero, el almacén y la escuelita había un bar, donde se juntaban los paisanos a compartir algunas copas, leyendas y sus quehaceres.

Todas las construcciones eran muy precarias y la de la escuela ni hablar. Un aula con bancos-pupitres de madera y un pizarrón y comunicada por una puerta se encontraba una pequeña y ahumada habitación, con un fogón para leña, que hacía la veces de cocina y dormitorio. El piso era de tierra en ambas salas. En un viejo y casi desarmado armario encontré la documentación escolar, los programas y circulares pedagógicas que emitía el Consejo Nacional de Educación. El baño era una letrina a un costado del patio donde, además, habían plantado un poste o palo alto y fino, que hacía las veces de mástil para izar la bandera Argentina. Junto a la base habían colocado varias piedras grandes. Los alumnos eran los hijos de los puesteros de la zona, que se dedicaban y lo hacen al día de hoy, a la crianza de vacunos, ovejas y cabras. Este fue mi estreno como docente, atendiendo a niños de primero a sexto grado, en un solo turno. Los puesteros y sus hijos eran gente muy humilde y respetuosa. Para saludarme se sacaban el sombrero y me trataban de “Señor Maestro”. A los tres meses de estar trabajando, enseñando y aprendiendo, en ese lugar y cuando ya conocía y tenía relación con la mayoría de la gente, que me trataba con mucho afecto y en cuyo tiempo volví varias veces a mi, casa porque extrañaba a mi familia y amigos, recibí una desagradable sorpresa. En un llano que había frente al almacén aterrizó una pequeña avioneta en la que venía un docente, procedente de Buenos Aires, con el nombramiento de titular en el cargo en el que me desempeñaba como suplente.

Segunda frustración, nuevamente sin trabajo, sin escuela. Se hizo el acta correspondiente, le entregué la escuela y aproveché el camión que salía para San Rafael, cargado con mercadería, lana de ovejas y cueros. Como no había lugar en la cabina del vehículo debí, con un chico de un puestero, subirme arriba de la carga y cubrirnos con una carpa. Recorrimos más de 100 kms. Por una huella entre los jarillales hasta que llegamos a una ruta asfaltada. Con el chico, cada tanto, levantábamos la carpa para ver el paisaje y aún recuerdo los gritos y la admiración de mi compañero de viaje cuando vio a un hombre en bicicleta, circulando por el costado de la ruta. Era la primera vez que veía ese vehículo con dos ruedas y a pedales.

Ya en mi hogar y con mi familia estuve algunos días sin trabajar, hasta que se produjo una vacante en la escuela del director que había sido mi guía, en el distrito Rama Caída de la zona rural. Ahí concluí el ciclo lectivo de 1959, compartiendo las actividades con cuatro colegas. Luego estuve trabajando en un galpón de empaque hasta que me llegó la notificación para incorporarme al “Servicio militar”, que en ese tiempo era obligatorio. Previa revisión médica en los cuarteles militares de San Rafael y siendo considerado apto, como tantos otros, se nos trasladó a la Unidad Militar en el departamento de Tupungato, denominada “I Batallón del Regimiento 31 de Infantería de Montaña” e integré la Primera Compañía. Todos los conscriptos tenían estudios secundarios completos y un gran número cursaba estudios universitarios. Pasé ahí desde enero de 1960 hasta marzo de 1961, bajo un ordenado régimen de disciplina e irrestricto respeto a la autoridad de los superiores, con intensa preparación física y adiestramiento en el uso de las armas de guerra, incluidas maniobras de combate y simulacros de combate. Dos hechos importantes y que marcaron mi vida ocurrieron en ese intenso y disciplinado período. El primero y más emotivo y trascendente fue que me puse de novio. Sí de novio con la mujer mas bella, dulce y delicada del mundo; pero vivía a una cuadra y media de mi casa. Éramos amigos, me gustaba a rabiar, habíamos compartido infinidad de bailecitos familiares y también algunos sociales. Además era compañera de trabajo de mi hermana María, en una tradicional bodega. No sé si era su timidez, la mía o la de ambos a la vez, la que nos impedía manifestarnos lo que sentíamos.

Al estar bajo bandera pasábamos largos períodos sin vernos; pero las cartas de amor iban y venían. Cuando nuestros sentimientos de correspondencia se profundizaron y estábamos seguros de que éramos el uno para el otro tuve que dar el inevitable paso de hablar con su madre, para poder visitarla en su hogar. Me costó, pero valió la pena porque se afianzó el transito hacia el matrimonio con la criatura más deliciosa y especial que ganó mi corazón y todo mi ser.

Como maestro, locamente enamorado de ella y mi profesión, la primera vez que la invité al cine no fue para ver una película romántica sino para ver la vida y obra de Domingo F. Sarmiento el “Maestro de América”. ¿No es ésta una actitud de loco? ¡Sí! Loco de amor por una mujer maravillosa y santa. Locura de la que aún no me he recuperado.

El segundo hecho aconteció alrededor del mes de noviembre del año militar y fue que recibí el nombramiento de Director-Maestro titular, en una escuela ubicada en el paraje La Escandinava del distrito de Bowen en el departamento de General Alvear, al sur-este de San Rafael. Con el nombramiento en la mano pedí hablar con el jefe de la Compañía y me concedió un franco de quince días que me permitieron conocer la escuela y hacer las gestiones ante la Supervisión Seccional, para que se me reservase el lugar hasta ser dado de baja en el ejército.

La Escandinava es una zona netamente rural y la mayoría de sus habitantes son de origen ucraniano y españoles. Excelentes vecinos, respetuosos, trabajadores, responsables y con gran sentido de la solidaridad. Consideraban a la escuela una colaboradora ideal en su misión de educar a los hijos. Siempre recuerdo con cariño y admiración a esa comunidad que poseía una sólida cultura del trabajo.

Ya que he estado relatando sobre mi año en el ejército y sobre los cincuenta años de egresado quiero contar algo que aconteció hace poco tiempo y se relaciona con ambos temas. Estando en casa suena el teléfono, atiende mi esposa y le preguntan por mí, me pasa la comunicación y quien llamaba interroga para asegurarse si soy Lorenzo, al confirmárselo se da a conocer y se trataba de Luis Nudelman, un compañero del Normal a quien no había visto mas. Estaba en un hotel local pues reside en Buenos Aires, hacia donde partió para estudiar odontología y allí se radicó y ejerció su profesión. Se acercó hasta casa, en su coche, y luego de abrazos y los saludos empezamos a repasar nuestros recuerdos. Tiene una lucidez extraordinaria y se acuerda de todo con lujo de detalles, mientras a mí se me han borrado infinidad de acontecimientos. El tenía en mente un encuentro conmigo, el último, que yo no registraba.

Nos habíamos encontrado, ambos con la vestimenta de soldado, en la esquina de las calles San Lorenzo y Mitre de San Rafael hacía cuarenta y siete años. Según recordó, tras informarnos mutuamente en qué Regimiento estábamos, nos despedimos hasta este reencuentro. De vuelta en Buenos Aires le informó a otro compañero y amigo común, que vive en Israel, mi teléfono y ya he tenido la inmensa alegría de dialogar con él, a quien no veo hace exactamente cincuenta años. Realmente una satisfacción inmensa por la que doy gracias a Dios. Ambos, a través de Internet, leen el periódico San Rafael, publicación local, para tener información de la ciudad donde nacieron y nunca olvidan. Ahí han estado leyendo cartas sobre temas de actualidad firmadas por mí y según me han manifestado pensaban que eran mías; pero recién lo confirmaron ahora.

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