Memorias 5


Capítulo 5

Rumbo al matrimonio

Lorenzo, joven maestro.

Mientras cumplía funciones en la escuela de la Escandinava volvía cada 15 días a San Rafael, para ver a mi familia y a mi novia, o sea que lo hacía cada fin de semana por medio. El otro fin de semana dejaba la escuela y me quedaba en General Alvear, donde viven los familiares de mi madre, incluso en ese tiempo aún vivían mis abuelos Plácido y Encarnación. Esto era así para gastar menos en traslado y poder ahorrar. Demás está decir cuánto extrañaba a la dulce muñeca que me esperaba en San Rafael y que llenó de ilusiones, sentimientos y alegrías mi existencia. El sacrificio de estar solo y trabajando tan lejos de mis seres queridos no me pesaba, pues estaba preparándome para un futuro junto a mi bella Herminia, la mujer de mis sueños, que por la Gracia de Dios, había dejado de ser un sueño para convertirse en la mas prometedora y deliciosa realidad. Esto hacía que estuviese preocupado y ocupado en acercarme a mi vivienda, por lo que al cumplir dos años de servicio en aquel distante paraje conseguí traslado a la escuela que había en el campamento existente en Valle Grande, donde se estaba construyendo el dique sobre el Río Atuel.

Hoy ese lugar es una importante zona turística que está a unos 35 kilómetros de la ciudad, pero en aquel entonces solo había un camino pedregoso costeando el río y al borde de las serranías y el campamento o caserío que ocupaban las familias y los obreros de la empresa que construía la mole de cemento sobre el lecho del río y entre los cerros. La escuela estaba en medio del campamento y cuando llegué trabajaban en ella tres maestras y yo. La directora era la esposa de un directivo de la empresa y las otras dos, señoras de ingenieros que también trabajaban en el emprendimiento. Así como había casos de familia, también habían pabellones para los obreros y empleados que estaban solos. A mí se me ubicó en una de ellos, compartiendo la habitación con un empleado de oficina. Pasaba de lunes a viernes en la obra y el sábado y domingo en mi casa. Para ese entonces había comprado una motoneta Vespa, de segunda mano, en la que me movilizaba, ya que no había servicio de ómnibus hasta el lugar de trabajo. En una oportunidad cuando un lunes a la mañana, durante el invierno, iba hacia la escuela, tuve un accidente, pues la motoneta patinó sobre el hielo que había en la huella y me arrojó entre las piedras y la tierra. La consecuencia fue la fractura de la clavícula izquierda.

Fui auxiliado por un agricultor que estaba próximo al lugar del accidente y escuchó mis pedidos de auxilio. Resultado final un mes enyesado y sin poder trabajar.

Durante mi desempeño en Valle Grande me inscribí en un barrio que estaban construyendo al sur de la ciudad e incluso elegí la que sería mi casa y que empecé a pagar cuando se me dio la posesión de ella. Al mismo tiempo empecé a cancelar los muebles, en la mueblería de un amigo de mi padre, a la que concurrí con mi reina para elegirlos.

Mientras, la más hermosa flor del jardín de mi vida, se preparaba su ajuar. Mi corazón no solo estaba cautivo de su belleza exterior sino también de la interior, de la pureza de su alma. Tan preciosa y feliz relación sólo tenía una salida, el matrimonio. Así fue como el 13 de febrero de 1964 se concretó la ceremonia civil y a posteriori un almuerzo en casa de quien, a partir de ese entonces fue y sigue siendo mi suegra, quien tiene en la actualidad 97 años y cuerda para rato. También nos acompañó mi abuela Encarnación quien estaba en casa para ayudar en los preparativos para la fiesta. Dado que las cosas han cambiado tanto debo aclarar que mi tesoro siguió en su casa y yo en la mía, hasta que nos casamos por la Iglesia. La ceremonia religiosa se realizó el 15 de febrero, en la Parroquia Nuestra Señora de Lourdes, la más antigua de la ciudad.

Vivan los novios !

Tras el tradicional viaje de “Luna de miel” habitamos una vieja vivienda prestada por un amigo de la infancia, que algunos meses después se casó con una prima mía. Ahí pasaba con mi flamante esposa sólo los fines de semana, pues de lunes a viernes continuaba en Valle Grande para cumplir con mis obligaciones docentes, y ella dormía en casa de su madre. Esta separación nos desesperaba, pero a los pocos meses surgió una situación imprevista que dio vueltas las cosas, para felicidad de ambos. Indudablemente la fuerza de nuestro amor y la voluntad de Nuestro de Señor produjeron esta salida con aristas de milagro.

En la que por aquellos tiempos se denominaba Escuela Nacional Nº 95 de paraje Calle Larga, del distrito rural de Cañada Seca, trabajaba una maestra cuyo novio vivía y era propietario de una gran extensión de tierra cercana a la represa en construcción. Como estaban en trámite de casarse, ella deseaba trasladarse a la escuela en que yo estaba. Recibida la información me puse en contacto con ella y gestionamos la permuta de cargos, que salió rapidísimo. Ella partió para el Valle y yo para mi casa, junto a mi esposa, pues a la escuela viajaba todos los días en ómnibus. Allí trabajé durante 18 años en todos los cargos, maestro de grado, vicedirector suplente e incluso suplencias de dirección.

Aún no me había entregado la casa a la que aspiraba y tenía asignada, cuando mi amigo y luego primo me anuncia su casamiento y me pide la vivienda para ocuparla él. La solución fue irnos a vivir a casa de mis padres que nos cedieron una habitación que ocupamos muy poco tiempo, pues nos entregaron la casa y nos fuimos a vivir al nuevo barrio. ¡Otro sueño cumplido, la casa propia a principio del año 1965! Siguiente acontecimiento, mi querida Herminia queda embarazada, indescriptible alegría, comienzan los preparativos para recibir a nuestro primer hijo. Mientras sigue la rutina de levantarme todos los días a las seis de la mañana, desplazarme en bicicleta hasta la terminal de ómnibus, que quedaba retirada y tomar el colectivo hasta la escuela.

Confirmado el embarazo, mi reina se sometía a controles periódicos que consistían en la simple auscultación y tacto, pues aún no existían las ecografías. Alrededor de los ocho meses, cuando yo partía para la escuela, el 24 de noviembre de ese año, sintió un malestar en el vientre que no me comentó y luego al levantarse se le repitió. Después del desayuno comenzó a hacer la limpieza y salió a barrer la vereda, en plena tarea sintió fuertes contracciones e hizo señas y llamó a la hija de una vecina que estaba en la puerta de su casa, que de inmediato se movilizaron ella y sus padres, y consiguieron que un vecino la trasladara en su vehículo, acompañada por la chica, hasta la clínica del profesional que la atendía. Mientras yo, en mi trabajo, ignoraba lo que estaba pasando, pues en ese tiempo las escuelas de las zonas rurales no tenían teléfono. Terminada la jornada, regreso a casa en el ómnibus y al llegar recibo la novedad de que mi señora estaba internada por tener síntomas de parto, nada más me informaron. Embargado por la desesperación me trasladé hasta el sanatorio, donde me indicaron la habitación en que se encontraba. Al ingresar la encontré llorando y acompañada de sus hermanas. Ella me informó que había dado a luz una niña muerta. ¡Nuestra primera hija llegó al mundo muerta!

El impacto fue terrible, las ilusiones naufragaron en un mar de desesperación y dolor. Ahí mismo me comentó que el médico no quiso mostrarle la criatura aunque ella se lo suplicaba y me pidió que por favor se la mostrásemos. Me apersoné ante el médico, me explicó como se habían dado las cosas y me mostró a mi pequeñita, que era bellísima, estaba en posición fetal, rígida y fría. ¡Dios mío, que desconsuelo! Cuando le pedí que se la mostrara a la madre me aconsejó no hacerlo, por cuando el dolor iba a ser mayor y más difícil de superar.

Volví junto a mi sufriente compañera como si estuviese flotando y sin tener muy claro y asumir lo que nos estaba pasando. Le relaté como era la niñita y lo expresado por el médico y tras tranquilizarla y darle un beso me retiré para hacer las gestiones para sepultar a nuestra hija María Claudia, tal el nombre elegido si era nena. Antes de llevarla al cementerio, en un pequeño féretro, nos trasladamos en automóvil con un concuñado y otros familiares, hasta la Iglesia Nuestra Señora de Lourdes y el sacerdote la bendijo y pidió por ella al Padre Celestial; de ahí nos fuimos al cementerio y fue sepultada en tierra. Aún recuerdo la terrible impresión que me causó el ruido de las piedras y la tierra al caer sobre el diminuto féretro. Allí quedó, bajo tierra, el más hermoso de nuestros sueños, pero nos confortábamos y animábamos porque sabíamos que el alma de nuestro angelito nos miraba desde el cielo. Nos pusimos de pie y seguimos con nuestras vidas y más unidos que nunca. Cinco meses después, o sea en mayo de 1966 volvió a quedar encinta y el 2 de febrero de 1967 nacía mi hijo mayor, Claudio Luis. ¡Cuánta dicha, alegría y satisfacción! Este hermoso acontecimiento sanó las heridas de la anterior frustración. Estrenando nuestro título de padres y rodeados por el afecto de familiares, amigos y vecinos seguimos recorriendo el camino asumiendo las nuevas exigencias de la paternidad.

Catorce meses después, el 15 de abril de 1968, se agrandó la familia, pues nació nuestro segundo hijo, Jorge Ariel. Más alegría, mas felicidad, mas satisfacción y responsabilidades, que me obligaron a encarar otras actividades para mantener dignamente a mis tres amores. En turno contrario a la tarea docente, que siempre fue muy mal pagada en este país, trabajaba una verdulería que luego vendí y puse un pequeño negocio de almacén en la misma casa, a fin de que la madre de mis hijos no tuviese que dejarlos en manos de terceros, para ayudarme. Era sacrificado, pero el hecho de ver que podíamos hacer frente al pago de las cuotas de la vivienda y solventar los gastos sin angustias nos entusiasmaba. Además, el estar los dos en lo mismo nos unía mas y nos estimulaba a perseverar. Desde ya que nuestros pequeños eran el mejor incentivo para superar dificultades.

Claudio y Jorge

Sus cambios, sus sonrisas, sus mimos, sus primeros pasos, sus balbuceos, sus primeras ¡papá y mamá! Y sus pequeñas disputas por algún juguete eran enormes dosis de optimismo para nuestra feliz existencia. Además de las abuelas paterna y materna, nuestros pequeños llamaban abuela a la vecina, madre de la chica que socorrió a Herminia cuando se frustró el primer embarazo. El mas “abuelero” era Claudio, que incluso le decía “la otra abuela” a una tía soltera, hermana de m señora, que vivía con su madre.

Siempre fue muy precoz en todo, caminó solito antes del año. Aún guardo la imagen de cuando lo hizo por primera vez. Lo dejé paradito en la vereda y le pedía que avanzara hacia mí; pero no se decidía, entonces corté una ramita muy fina del cerco de ligustros, lo tomé de una extremo y el se tomó del otro. Lo animé a caminar y lo hizo con seguridad como si estuviese prendido de mi mano. Solté la ramita y siguió avanzando mientras yo retrocedía. Feliz y lleno de alegría se reía y me llamaba. Lo tomé en brazos, lo levanté en alto y luego lo comí a besos y entré a darle la noticia a su madre, que súper hacendosa, trajinaba en la cocina. Lo dejé en el piso y muy seguro se desplazó hacia ella, que entusiasmada festejó el avance. Cuando tenía cinco años y estando a cargo de la vicedirección de la escuela me lo llevaba conmigo, para aliviar las obligaciones de mi compañera que debía atender a Jorgito y al negocio, que funcionaba muy bien. Mientras estaba en la escuela lo dejaba con la maestra y los chicos de primer grado, pues no contábamos con jardín de infantes. Era un pequeño muy despierto y disciplinado y en poco tiempo superaba en aprendizaje a sus compañeros de seis y más años. La docente me sugirió inscribirlo y confeccionarle la libreta, pues tenía suficiente capacidad para cursar. Así lo hicimos y al finalizar el ciclo lectivo salió leyendo y escribiendo como el mejor de sus compañeros y por supuesto aprobado y promovido a segundo grado.

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