Memorias 1



PROLOGO


Estas excepcionales memorias sobre tu infancia, procedencia de la familia y el orgullo de ser argentino, describen con nitidez a nuestro noble país, que fue refugio de miles de inmigrantes, que se escapaban del “Viejo Continente”, de sus desencuentros, guerras y hambrunas para trabajar duro, progresar y ofrecerles a sus descendientes mejor vida que la que tenían en Europa.


Este relato es muy importante para hacer conocer la importante contribución, especialmente de españoles e italianos, que hicieron de la Argentina uno de los países más adelantados de América, basados en la educación universal como herramienta del progreso.


Tu mención a la “Libreta de Ahorro” como medio educativo para la generación de niños de nuestra época, merece todos los honores, pues es válido también en nuestros días. La actual sociedad de consumo, donde hay demasiado y no se da valor a nada son un mal ejemplo para nuestros descendientes. Nuestras familias, como la mayoría, se criaron con escasos recursos y veían e interpretaban la vida de otra manera. Aquellos inmigrantes eran conscientes de que sólo con sacrificio, trabajo duro y esfuerzo sus hijos podrían recibir la educación que ellos no tuvieron y prosperar.


Siendo docente, comentas que te trataban de “Señor Maestro”. Considero que es el mejor cumplido y elogio que podías recibir en esos pueblos cercanos a San Rafael. Tu trabajo en esos lugares es el mejor documento, para que los que deciden en los gobiernos apoyen para mejorar los presupuestos para educación. Un país que no invierte en educación está condenado al fracaso, Argentina no es más el país líder en este aspecto.


La descripción y el terrible dolor de la perdida de un hijo la has hecho con una profunda sensibilidad. Al enfrenar esa terrible enfermedad, tu hijo Jorge demostró ser muy valiente y que no se entregó hasta el último momento. ¡Bendita sea su memoria! Así es la vida, dicen que cuando Dios cierra una puerta abre una ventana. Al dolor de perder un hijo en plena juventud, otro hijo te ha dado nietos, que es la mejor retribución que la vida nos ofrece.


Félix Kiper
(Tel Aviv – Israel)

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Capítulo 1


Desde mi nacimiento al de mi hermana menor

Porque Dios así lo dispuso y ya se había cumplido el ciclo del embarazo de mi madre, salí de su vientre y fui recibido por la partera oficial de la familia, mi abuela Encarnación, mamá de mamá. Esto ocurrió en un mísero rancho, construido con ramas y barro por mi padre, en la zona rural de Jaime Prats, departamento de San Rafael; pero muy próximo a General Alvear, en cuyo Registro Civil fui asentado con el nombre de Lorenzo. Fue un 29 de octubre de 1939, en que le matrimonio formado por Manuel Durán y María del Carmen Moleiro tuvieron su primogénito al que luego se sumaron mis hermanos, María Delia, José Luis y Antonia Encarnación.

Soy hijo de brasileños a consecuencia de un engaño, pues mis abuelos partieron de España, escapando de la miseria, embarcados con rumbo a la República Argentina. Viajaron en la bodega del barco con otros emigrantes y mezclados con los animales en busca de la tierra prometida. Después de meses de navegación la nave se acercó a las costas de Brasil y la tripulación les informó que estaban en el Puerto de Buenos Aires, les hicieron descender a todos y de inmediato partió de vuelta a Europa, pues había mucha gente esperando para cruzar el océano. Cuando cayeron en la cuenta del engaño no tenían como revertirlo. Así es que por muchos años permanecieron en aquellas tierras trabajando como esclavos, en los cafetales. Allí nacieron mis padres, como los de otros tantos, cuando debieron haber nacido en Argentina, que es el lugar al que querian llegar. Otra consecuencia de ese incidente es que mi madre, que debía apellidarse Molero por ser hija del español Plácido Molero y Encarnación Noguerol, los brasileños la asentaron como María del Carmen Moleiro Nogueron y con ese nombre le extendieron el certificado de nacimiento, por lo tanto mi segundo apellido no es Molero, sino Moleiro.


Certificado de nacimiento de María del Carmen Moleiro, mamá de Lorenzo Durán, nacida el 20 de agosto de 1920 en Brasil.

Muchos años después y habiendo fallecido el padre de mi abuelo paterno, ambas familias, los Durán y los Molero, reiniciaron el viaje hacia estas tierras y ya con varios hijos cada una de ellas. Hermanos de mi abuelo José Durán, quedaron en Brasil y allí reside aún su descendencia. Aclarado que no soy descendiente de portugueses continúo con este relato que pretende rescatar vivencia de mi infancia, en una familia muy humilde radicada en zonas rurales, entre ellas Cañada Seca, donde mi padre, un hombre muy trabajador cultivaba la tierra, criaba animales para el consumo hogareño y con mi madre elaboraban conservas para el invierno, como siempre decían. En esa zona habitamos en viviendas muy precarias. Recuerdo una muy nítidamente pues ahí nació mi hermano José Luis. Constaba de una sola habitación muy baja, de adobes, con una puerta y una pequeña ventana, que hacía las veces de dormitorio y comedor y sobre una de las paredes, por el lado de afuera, se había construido con ramas y caña hueca, una cocina abierta hacia un costado. En un rincón tenía un fogón en alto donde se quemaba la leña para calentar agua y preparar los alimentos con los que se producía en la huerta familiar y los animales que se criaban en corrales próximos al horno de barro. En este se cocinaba el pan que nuestra madre amasaba y muy excepcionalmente se asaba algún lechón para festejar algún acontecimiento con familiares o amigos. El alimento para los animales también se obtenía de la tierra que se cultivaba y de las hijuelas de riego.

Todo era fruto de la dedicación, el esfuerzo y el trabajo. El sacrificio que hacían nuestros padres para llevar la familia adelante seria un digno ejemplo para millones de argentinos que hoy solo esperan las dadivas del Estado. Desgraciadamente, la cultura del trabajo que caracterizó a nuestros antepasados en gran medida ha desaparecido.

Cuando yo tenía alrededor de cinco años nos cambiamos a una zona semi rural muy próxima a San Rafael, a una finquita con frutales. La vivienda era modesta; pero comparándola con las que habíamos tenido nos parecía una mansión. Las pocas cosas que había en casa más las gallinas, algunos conejos y cerdos, se cargaron en un carro tirado por cuatro mulas, en una de ellas iba montado el conductor, un amigo de la familia. En dicho carro también veníamos los cinco integrantes que hasta ese momento era nuestro núcleo familiar.

El carrero, como se le llamaba a quien tenia ese medio de transporte, vivía a tres o cuatro cuadras de donde nos ubicamos. Era evangélico pentecostal, una excelente persona, que cuando llegaba a su casa y estábamos compartiendo los juegos con sus hijos y los de otros vecinos, nos llamaba, nos hacia pasar al dormitorio y arrodillarnos alrededor de la cama para orar, según su expresión. Hablaba un instante en voz alta, luego hacía unos minutos de silencio, nos hacia dar gracia y nos dejaba continuar jugando en el patio o la calle.

Nuestra niñez cambio fundamentalmente en ese hogar, pues al haber muchas familias cercanas, nos hicimos de muchos amigos. Lo habitual era que se visitasen entre si y además se prestaban mutuo apoyo y colaboración. La solidaridad de unas familias con otras era lo habitual. Cuando alguien le faltaba algo siempre había quien le diese una mano, incluso en las tareas de la tierra.

Las relaciones eran muy cordiales y sinceras. El hermoso ejemplo que nos brindaban los mayores hacia que la relación entre los niños también fuese de gran afecto y compañerismo. Siete u ocho años vivimos en esa casa con galería hacia la calle, bordeada de álamos. La escuela nos quedaba a seis cuadras y era una antigua construcción de adobe, con piso de ladrillo en algunas aulas y tierra en otra, sin calefacción e incluso sin agua potable instalada. Hoy a la distancia y habiéndome dedicado a la docencia, valoro a aquellos verdaderos maestros de vocación, que con amor, empeño y autoridad nos ayudaron a crecer, a estudiar y a madurar. La mayoría de los alumnos provenían de la zona rural aledaña y llevaban sus escasos útiles en la mano o en sus maletas de trapo que les hacían sus madres. Dado que el libro de lectura tenía una función destacada en el diario quehacer, los padres se esforzaban para comprarlos y a los que no podían se los proveían sus maestros, a quienes amábamos y respetábamos. Esos sentimientos y actitudes eran impulsados desde el hogar de cada uno. La mayoría de los padres eran analfabetos o con escuela primaria. Los míos apenas habían cursado hasta segundo grado, lo que significaba que habían concurrido tres años a la escuela, pues en ese tiempo y aun en el mío había dos primer grado: primero inferior y primero superior. Con esa preparación leían de corrido, como se decía entonces, e interpretaban y explicaban lo que leían. En aquellos tiempos los maestros eran referentes de la sociedad y las familias los respetaban y apoyaban decididamente. A nadie se le ocurría, como hoy en día, ir a increpar a los docentes por las notas o la reprensión que se ganó su hijo. Todo lo contrario, era al niño a quien reprendían y exigían mas dedicación y a realizar las tareas, que regularmente se les daba para cumplir en el hogar. Si era algún problema de indisciplina, los progenitores les prohibían los juegos por uno o dos días.

Se asistía a clases de lunes sábados y en este ultimo, por la tarde, o el domingo por la mañana asistíamos a las clases de Catecismo, que impartía un Sacerdote, preparándonos para la Primera Comunión. Aún está en pie el caserón donde funcionaba mi Escuela, la Nacional N° 36 y el aula donde, para poder comulgar, me confesé por primera vez. ¿Cómo olvidar tan importante, trascendente y difícil momento, como así también la Misa de las Primeras Comuniones que se realizó en la antigua y que aún existe Iglesia de Lourdes?

Durante esos años vivia con nosotros el menor de los hermanos varones de mi padre, el querido tío Lorenzo. Era un joven dinámico, trabajador, de buen humor y muy cariñoso con nosotros, que lo considerábamos nuestro hermano mayor y compartíamos juegos y divertimentos de todo tipo. Era socio de mi padre en un emprendimiento que les aconsejó, enseñó y guió un vecino de excelente corazón: Don José Lozano. Este hombre maravilloso y desinteresado poseía, con un hermano, un secadero de frutas y galpón de empaque y les transfirió su experiencia. Los míos empezaron secando la fruta de la finquita donde vivíamos, luego la preparaban en paquetes y cajas y la comercializaban en Tucumán. Esto anduvo bien, creció la empresita y mejoró la situación económica de la familia, no obstante nuestra madre, además de atender la casa trabajaba en una fábrica de conservas. Fue entonces cuando la familia contó con el primer vehículo automotor, un camioncito Ford, modelo T, para trasladar las frutas desde las fincas al secadero instalado en la casa y donde, además de ir a la escuela, trabajábamos mi hermana María y yo. La relación con la familia Lozano era tan cordial que era un placer juntarnos en la casa de ellos o la nuestra y dos de sus hijos se casaron con dos primas hermanas mías.

Mi abuelo paterno, que había quedado en Tucumán cuando nuestro tío Lorenzo se vino a vivir con nosotros, enviudó muy joven y se quedó con siete hijos pequeños. Esto lo obligó a ubicar a las tres mujercitas en el Convento de las Hermanas Dominicas y la Directora de la escuela donde concurrían los cuatro varones, le pidió que le dejara a su cuidado a José y los otros tres: Juan, Manuel y Lorenzo quedaron con él, y para mantenerlos trabajaba en un Ingenio Azucarero y los hijos muy tempranamente empezaron a trabajar en las plantaciones de caña. De las tres hijas, dos son monjas y la menor de todos los hermanos, la retiró del Convento nuestro abuelo, cuando se trasladó a vivir a San Rafael para tener compañía en sus últimos años. Ella tendría alrededor de 19 años y primero la dejó en nuestra casa. Recuerdo que extrañaba la vida del Convento donde se crió y lloraba queriendo volver. Mi hermana y yo la acompañábamos todos los domingos a Misa. Pasados algunos años y ya viviendo con nuestro abuelo se puso de novia y se casó, trayendo cuatro hijos al mundo. El tío Lorenzo también se casó y compartió la casa con nosotros un largo tiempo y cuando dejaron de trabajar juntos y se puso un negocio de compra y venta de ropa usada, se fue a vivir con su esposa a otro lugar.

Mucho tiempo antes mi padre había comprado un lote mas cerca de la ciudad, que pagó en cuotas mensuales y en el mismo terreno se cortaron los adobes con los que se construyó nuestra casa propia. Mientras esto ocurría mi padre puso una agencia de lotería, quiosco y librería. Habiendo concluido mi quinto grado en la Escuela Nacional N° 36 y durante las vacaciones nos mudamos a la nueva casa y al año siguiente me inscribieron para cursar el sexto grado, último de la primaria, en la Nacional N° 38, mas próxima al nuevo domicilio. Nueva casa, nuevos vecinos, nuevas amistades; pero las relaciones anteriores continuaron vigentes y muchas de ellas hasta el día de hoy.

Aquí en este nuevo hogar nació mi hermana menor cuando estaba cursando el Magisterio en la Escuela Normal Mixta Mercedes Tomasa de San Martín. Sabido es que en aquellos tiempos los padres no hablaban con sus hijos sobre el embarazo de la madre y al respecto tengo una anécdota que demuestra la ingenuidad que me dominaba a pesar de mis 16 años y de estar cursando el secundario. Necesario es aclarar que era la realidad que vivíamos los adolescentes. ¡Gracias a Dios todavía o existía la televisión en nuestro medio y aun no estábamos contaminados!

Un día domingo andábamos, toda la familia por el centro mirando vidrieras y recuerdo que papá cargaba a mamá porque se reflejaba en las mismas muy gorda. Verdad es que también yo notaba que aumentaba de peso y cambiaba su forma; pero ni remotamente se me ocurría pensar en la posibilidad de otro hermano. Mas adelante, estando en casa, mi tía Kika, la ex monja, vino de visita la señora del carrero que nos cambió de Cañada Seca a los alrededores de la Ciudad. Luego de una larga y animada charla mi tía me pidió que acompañáramos a la señora de vuelta a su casa, pues era muy mayor. En el trayecto conversaban entre ellas y yo acompañaba en silencio. En un determinado momento y bajando la voz se refirieron al hijo que esperaba mi madre. ¡Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que a eso se debía su gordura!

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